sábado, 7 de noviembre de 2015

4. Presencias en la noche.

Nota: Cuarto capítulo del relato, para ir al primero pulse aquí:  Capítulo 1

Dunwich se despierta hoy con dos almas desaparecidas. Las sirenas dieron la voz de alarma a través de sus altavoces, sobre las 3.15 de la mañana aproximadamente. Todo el mundo debía prepararse para una amenaza. ¿Qué clase de amenaza? Ni si quiera yo lo sé. Nadie dijo nada, nadie me explicó el más mínimo detalle en este hospedaje. Simplemente, cada uno salió de su habitación, y sin decir una palabra, comenzaron a colocar contrafuertes en puertas y ventanas.

Aun no me explico cómo podían actuar de forma tan mecánica. Como si estuviesen acostumbrados, como si el miedo no detuviera sus articulaciones, y les dejase petrificados en medio de la estancia como lo estaba yo.

Por más que intentaba descifrar sus actos era incapaz de entender que estaba sucediendo. Intenté comunicarme con ellos para obtener algún tipo de información que me hiciese intuir al menos, la situación en la que estábamos. Pero nadie se dignó a contestarme. Simplemente me ignoraban mientras remodelaban la casa a todo correr, para que nadie pudiese entrar o salir de ella.

Una vez se hubo fortificado la casa comenzaron las estrategias. Cada uno debía proteger un lugar del hospedaje, y avisar al resto si algo extraño ocurriese en su zona. A mí me enviaron al sector este junto con la casera, y otro individuo hasta la fecha desconocido.

Pasamos la noche en guardia afincados en las barricadas, sujetando armas caseras, creadas por la propia arrendataria, para poder defendernos de cualquier intruso que pudiese flanquear los obstáculos. Nadie decía una palabra, toda la estancia estaba impregnada de un tenso sigilo donde, de haber querido, podría haber contado las respiraciones de los presentes del silencio que reinaba en el hogar.


Afuera sin embargo, todo era  distinto. Sonidos extraños llegaban a mis oídos de manera intermitente. Oía el crujir de la madera, alguien estaba cerca, podía escuchar claramente los pasos erráticos que deambulaban alrededor de la casa, y las manos inquietas que se arrastraban por la fachada. Era como si quien quiera que estuviese afuera, supiese que nos estábamos escondiendo de su presencia, y acentuase sus actos para poder entrar en nuestro territorio.

Tuve que concienciarme en mantener la calma para no perder la cordura. Sus insistentes acosos hacían que se me helase la sangre pensando en que las maderas, y demás materiales que estaban protegiendo mi zona, no fuesen lo suficientemente resistentes para frenar su empeño. Pero entonces cesó. No insistió lo más mínimo en volver a intentar a abrirse camino hacia nuestro hospedaje. Se había ido en otra dirección, donde intensos gritos comenzaron a abrirse paso desde las profundidades del pueblo hasta nuestras paredes.

Serían aproximadamente las cuatro de la mañana, cuando los chillidos de agonía comenzaron a resonar en la oscuridad de la noche, seguidos de unos pasos apresurados que intentaban buscar cobijo en alguna estancia cercana. Alguien se había quedado fuera durante el toque de queda, y lo estaba pagando caro. Intenté buscar algún signo de actuación entre mis compañeros de hogar, pero solo los ojos de la dueña del hospedaje se encontraron con los míos, y con un rotundo “no”, gesticulado con la cabeza, me dejó muy claro que no podríamos desmontar las barricadas para salir en su ayuda.

Ignoré automáticamente su respuesta, no podía dejar sin ayuda a alguien que la pedía tan fervientemente. En silencio, abandoné mi lugar para poder ir en busca de esa pobre alma. Me dirigí al pasillo a paso ligero, con el pensamiento de apartar los muebles y abrir la puerta principal, pero de repente, un ruido estremecedor resonó junto a la puerta acallando abruptamente los gritos.  Sinceramente. No sé lo que ocurrió. Me quedé petrificado delante de la entrada, observando fijamente el umbral que me separaba del acto mortuorio. Ya no quedaba nada que hacer. El mal había vencido. En silencio volví a mi posición con el pecho encogido por la impotencia y la desolación.


Una vez llegada la mañana, más calmado gracias a la claridad del día, ayudé a los demás huéspedes a poner en orden la estancia, y me aventuré a salí al exterior. El paisaje que se abrió ante mí era devastador. Árboles enteros reposaban sobre la tierra batida arrancados por algún misterioso ser que había arruinado el paraje cercano al bosque. Parte de la plaza central estaba destrozada. La fuente que reinaba en medio de la glorieta estaba medio derruida, y esparcida por el suelo junto al musgo que la cubría. Y lo peor de todo, dos rastros de sangre formaban un sinuoso camino desde la entrada de mi hogar hacia el bosque.

Allí había ocurrido más de una tragedia, y los habitantes del pueblo lo sabían. La preocupación asomaba por sus rostros cansados. Todos sin excepción, se reunieron en la plaza del pueblo para repartirse las tareas de remodelación del pueblo, y poder así, dar paso al olvido de la tragedia. Sin embargo, nadie intentó si quiera hallar el cuerpo de las víctimas caídas en la tenebrosidad de la noche. Sin más, decidieron poner al día la lista de desaparecidos, y actualizar el número de habitantes del cartel expuesto a la entrada de la ciudad.

Bienvenidos a Dunwich, donde el horror hace que dos personas menos habiten en estos páramos. Seguiré investigando por mi cuenta estas dos desapariciones, mientras tanto, cuidaos de las sirenas, dicen que los horrores más profundos vienen de la mano de su sonido.
Con afecto.
Tomek Sikorski

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